Mundo Tradicional es una publicación dedicada al estudio de la espiritualidad de Oriente y de Occidente, especialmente de algunas de sus formas tradicionales, destacando la importancia de su mensaje y su plena actualidad a la hora de orientarse cabalmente dentro del confuso ámbito de las corrientes y modas del pensamiento moderno, tan extrañas al verdadero espíritu humano.

martes, 12 de agosto de 2014

TANTRISMO HINDÚ Y TANTRISMO BUDISTA (y II), por Pierre Feuga

Examinando ahora la segunda gran escuela mahâyânica, la de Yogâcâra Vijñânavâda, no es difícil ver, por una parte, en qué confluye y en qué se aparta de las precedentes doctrinas no dualistas (Vedânta, Trika y Mâdhyamika) y, por otra parte cómo ha podido, ella también, servir como soporte intelectual a prácticas tántricas de energía. A primera vista se trata – utilizando nuestras aproximativas etiquetas occidentales – de un “idealismo absoluto”, lo que nos recuerda la manera cachemir de verlo. Para éste, recordémoslo, el mundo es una apariencia proyectada o reflejada en el espejo de la Consciencia cósmica, una proyección “ideal” (hecha de “ideas” convertidas en formas) de Shiva; en otras palabras, el mundo no es una realidad material sino una realidad en la Consciencia y por la Consciencia: ni subjetivismo ni aun menos solipsismo en esta visión puesto que no se trata, insistimos, de una proyección mental individual, como en el sueño ordinario en el que cada soñador crea su propio mundo, que no existe más que para él y que no puede compartir con nadie; esa proyección divina es plenamente objetiva, lo que no significa material (está hecha de espíritu y no de materia, a menos que se considere la materia como el espíritu solidificado, coagulado). Ahora bien, encontramos en parte esta misma concepción en el Yogâcâra budista (por otra parte históricamente anterior), aunque teñida de un espiritualismo y de un subjetivismo más acentuado. Aquí el universo entero es espíritu, consciencia pura. Las cosas no existen más que en el pensamiento que de ellas tenemos, son simples representaciones mentales y lo que tomamos por un mundo “exterior” no es más que el espíritu proyectado, no distinto de las visiones que tenemos en el sueño o de las creaciones de la meditación. Evidentemente esta última analogía abre inmensas posibilidades a la meditación misma (por lo menos a la meditación formal, “con objeto”) y se puede entender que esta corriente haya desarrollado más que cualquier otra el trabajo de la “consciencia-en-acto”, el arte de la visualización  y de la evocación, que culminará con el Vajrayâna tibetano. Estamos plenamente aquí en el yoga (de donde el nombre de Yogacâra, “ejercicio del yoga”, dado a la escuela) pero un yoga que se despliega no sin ambigüedad en el margen de lo psíquico y de lo espiritual.

El meditador que contempla, que anima e intensifica sobre su pantalla interior imágenes radiantes o terroríficas, no debe – en principio – olvidar nunca que no son más que proyecciones de su propio pensamiento y nada más que eso (lo mismo con las visiones post-mortem, como especifica perfectamente el Bardo thödol). Sin embargo es casi superfluo subrayar  que los riesgos de disociación, de identificación y de posesión son grandes si no se está guiado por una tradición segura. Como sugerían ya ciertos mitos védicos, el sujeto crea el objeto y luego se pierde en él, olvidando que es él; entonces el objeto puede volverse contra el sujeto, la criatura puede devorar al creador. También Shiva crea, o sueña, el universo, pero la diferencia es que Él, el Inmaculado, permanece siempre consciente, dueño y libre de su creación, capaz de proyectar todos los mundos abriendo los ojos (unmesha) y de reabsorberlos cerrándolos (nimesha). Se entiende que en una vía tan problemática el elemento teísta – con sus valores de gracia y de amor – representa una poderosa ayuda y, al menos durante mucho tiempo, una valla protectora. Lo que explica que el Vajrayâna haya “recuperado “ tantas divinidades del panteón hindú, para enfado de los budistas “ortodoxos” fieles al ateísmo original y a la doctrina del esfuerzo personal necesario y suficiente; y especialmente, tantas divinidades femeninas – dâkinîs, yoginîs y otras -, pues, lo hemos dicho, el budismo primitivo carecía cruelmente de “feminidad espiritual”:  cualquier practicante del tantrismo – sea hinduista o budista – se da pronto cuenta que es imposible progresar en esta vía sin la meditación de la Mujer – “mujer interior” o “mujer exterior”.
Este último comentario nos lleva a tomar en consideración una importante diferencia simbólica entre el tantrismo hindú y el tantrismo budista, de los que ya hemos reconocido suficientemente el fondo metafísico común. En el primero de ellos, el aspecto Consciencia  (citi, samvit) o Conocimiento-Luz (jñâna, prakasha, bodha) se identifica a lo masculino (Shiva), mientras que el aspecto Energía (Shakti) o Actividad libre, alegre y espontánea (kriyâ, svâtantrya, spanda, vimarsha) es asociado a lo femenino (Parvatî, Kâlî, Umâ, Durgâ, Bhairavî, etc.). Pero en los budistas es exactamente al contrario; el Macho es activo, la Mujer pasiva; a aquél (Buddha, bodhisattva) se le atribuye a la vez upâya (el Medio, el Método) y karuna (la Compasión actuante); a aquella, la Diosa, corresponden la Sabiduría (prajñâ) – que aunque siendo potencialmente eficaz no posee el mismo dinamismo espontáneo que la Shakti hindú, pues es upâya, lo masculino, quien la despierta -, y también la  Vacuidad (shûnya).
Realmente, que sepamos, no se ha dado ninguna explicación verdaderamente satisfactoria a esta contradicción entre hinduistas y budistas. Se han planteado razones históricas (voluntad de desmarcarse de la tradición anterior o concurrente), o razones etno-sociológicas (predominio del matriarcado o del patriarcado en el territorio de origen). Quizás se debería también ver la convergencia entre el concepto de lo masculino y de lo femenino en el budismo tántrico y en el de los taoístas, para los que el Cielo tiene el rol activo, creativo (yang), y la Tierra el rol pasivo, receptivo (yin), no oponiéndose de forma irreductible ambos principios sino que interpenetrándose y jugando sin cesar para producir los “diez mil seres” (el mundo manifestado, el samsâra). No hay que olvidar por otra parte que en estos sistemas la polaridad no es más que relativa y aparente (pues es vista desde el punto de vista del individuo limitado). Sin la atracción magnética de Shiva, Shakti sería inoperante  y jamás entraría en movimiento. Recíprocamente, sin Shakti, Shiva no sería más que un “cadáver” (shava). Así pues, podríamos hablar indiferentemente para cada uno de ellos de una “pasividad activa” o de una “actividad pasiva”, que es lo que nos recuerda el símbolo taoísta yin-yang en el que cada una de las dos energías negra y blanca contiene una huella de la otra, en forma de un punto del color opuesto: el principio que no actúa pero que “sabe”, se puede decir que es más “poderoso” que el otro; el principio que no conoce pero que actúa tiene quizás una sabiduría oscura superior (la infalible Naturaleza). No obstante, es verdad que, en el plano operativo, el rol activo – o pasivamente activo – atribuido a la mujer, no deja de tener aplicación en las técnicas sexuales iniciáticas del vâmacâra hindú. ¿Han sido distintas estas técnicas en las sectas budistas (el Sahajayâna de Bengala, por ejemplo)? No parece que sea así. Fuesen de origen shivaita o vajrayânico, implicaban siempre la transmutación del semen viril en “néctar de inmortalidad”, la fusión del “rojo” y del blanco, la conquista de la “gran felicidad” (mahâsukha) y de las “tres joyas” (triratna, tib, nor bu gsum: aliento, sexo, pensamiento), y la inmovilidad, la “pasividad” del uno o del otro no tenía más que una realidad relativa y sin duda adaptable. No se trata pues, en lo esencial, más que de convenciones simbólicas, artísticas e iconográficas, por otra parte no sin influencia sobre quien contempla estas imágenes con las que nutre su meditación. El rol activo e incluso agresivo y feroz atribuido al hombre, en relación a su compañera mucho más pequeña y “débil”, de ciertas representaciones tibetanas (yab yum), les dan un carácter poco agradable. A la Inversa, nos pueden chocar las representaciones hindús de horribles diosas, cabalgando, pisoteando, torturando o sacrificando al dios, aunque éste esté a menudo acostado con una expresión de abandono beatífico en su rostro. Pero se trata, en términos alquímicos, de “momentos de la obra”, y hay que evitar absolutizar tales símbolos, que no pueden comprenderse plenamente más que en su contexto y su clima iniciáticos. Nada de esto se hizo nunca para agradar artísticamente ni, dicho sea de paso, para ser expuesto en los museos. Estamos aquí en el terreno de los medios (upâya). Es verdad que no se limitan a las prácticas sexuales, pero es indiscutible que el maithuna – asociado al consumo ritual de alcohol, de carne y de otras sustancias prohibidas por la ortodoxia védica – ha tenido un papel decisivo tanto del lado hindú como del budista. Son también esta técnicas – pese a a estar sacralizadas y dominadas – las que mayor incomprensión  y escándalo provocaron entre los brahmanes y lamas bien pensantes (por no hablar de los misionarios cristianos que vieron en ellas la marca del diablo), aunque no hay que exagerar su alcance. Vivida en círculos iniciáticos muy cerrados – con criterios de admisión muy rigurosos y con pruebas a superar -, esta forma de tantrismo jamás amenazó seriamente el orden establecido. Hay que ser al respecto muy claros y reaccionar con la misma firmeza tanto contra los que pretenden reducir a estas disciplinas todo el Tantra, como contra los que, en un exceso contrario, quieren eliminarlas de la tradición de la que, según ellos, serían una desviación o una aplicación aberrante. Especialmente estos últimos razonan como si hubiera por un lado un “tantrismo limpio”, al que llaman de la “Mano derecha” y que, como mucho, toleraría en su práctica ritual sustitutos “ideales” de la carne, del alcohol y de la mujer; y por otra parte, un “tantrismo sucio”, corrompido, desviado, que sería el de la “Mano izquierda” (vâmamârga; vâma designa el lado izquierdo, femenino del Andrógino divino). Esta división es contraria a la verdad histórica y  metafísica del tantrismo. La vía de la “Mano izquierda”, ligada al shivaísmo y al shâktismo más antiguos, es perfectamente tradicional y legítima, y es más bien la vía de la “Mano izquierda” (vishnuíta) la que constituye una versión brahmanizada, edulcorada y, en cierta manera, exotérica. Ahí donde muchos quieren ver una depuración y un progreso, nosotros vemos una desintegración, un empobrecimiento, una pérdida de sentido, de audacia e incluso de coherencia. En efecto, la gran idea de los tantras es utilizar todo lo que hay en el mundo como medio de realización espiritual. Excluir determinadas formas con el pretexto de que son “impuras” – puede que sean peligrosas o sin interés, pero esto es otra cuestión -, demuestra que se sigue muy anclado en la dualidad. Pero por otra parte, debe ser destacado que estas disciplinas no convencionales, transgresivas, no pueden ser practicadas por todo el mundo (ni en la actualidad ni en el pasado). En la India siempre se reservaron a “héroes” (vîra) de corazón puro e intrépido; en el Tibet, la “vía de los sentidos” forma parte del anuttara-yoga, es decir del yoga más elevado y difícil. 
Esta última observación nos lleva de forma natural a evocar el otro gran “medio” (upâya) de realización tántrica como es el yoga. Existen ciertamente yogas no tántricos: el râja-yoga de Patañjali, el jñâna-yoga de Shankara, el karma-yoga que enseña el Bhagavad-gîtâ, o el bhakti-yoga de los maestros vishnuítas (aunque ciertos elementos erótico-iniciático se hayan deslizado en el culto de Krishna y de Râdhâ). Pero son específicamente tántricos el mantra-yoga (el arte de las encantaciones tan vivo en la India como en el Tibet, donde a veces la apelación Mantrayâna reemplaza Vajrayâna), el hatha-yoga o “yoga de la fuerza” y el laya-yoga, “yoga de la disolución”, también llamada kundalinî-yoga cuando se piensa en el despertar de la “Mujer interior” y su ascenso desde el sacro hasta la fontanela, hacia la Consciencia shiváica. Hatha-yoga y kundalinî-yoga son, de hecho, íntimamente solidarias: en principio, el primero debe llevar al segundo (que, sin embargo, no precisa forzosamente de todas las disciplinas hatha-yógicas preparatorias). Vía “violenta”, muy ligada a la alquimia y a la magia, el hatha ser remonta a Gorakshanâtha y Matsyendranâtha (s. VII?), dos de los 84 siddha o sabios y taumaturgos “perfectos” (y “perfectas” pues la tradición incluye mujeres) cuya flameante leyenda recorre todo el Himalaya, y que aparecen precisamente en la juntura de los dos tantrismos, el shivaita y el budista. El linaje que fundaron, el de los Kânphata-yogin o “orejas hendidas”, sigue subsistiendo en el norte de la India y en el Nepal aunque sin la vitalidad de antaño. Enseñado integralmente –lo que es muy raro -, el hatha supone un conocimiento, no sólo teórico sino que directo, vivo, del cuerpo de energía con sus “ruedas” (chakra), sus “flujos” (nâdî) y sus “vientos” (vâyu o prâna). Es un “signo de los tiempos” el que esta ciencia, secreta donde las haya, se haya vulgarizado tanto y “deformado” en una época reciente. Existió también, especialmente en Cachemira, formas refinadas de hatha en las que las posturas y los movimientos eran intensamente visualizados antes de ser ejecutados corporalmente (y no era siempre necesario que lo fueran pues la realización sutil es más poderosa y lleva sus propios frutos) – y ello mediante una facultad evocatoria e imaginativa (en el sentido creativo) que los hindúes llaman bhâvanâ y que es capaz de producir efectos totalmente “objetivos”; se transmitían además otras técnicas en las que la “vacuidad” era experimentada en el propio cuerpo, por una fusión de la sensación táctil en el espacio. Pero las filigranas y el mismo espíritu de ese arte parecen prácticamente perdidos. El hombre moderno se ha convertido bien en demasiado materialista, bien en psíquicamente demasiado vulnerable (a veces ambas cosas) como para poder navegar con destreza y con plena seguridad en realidades tan fluidas que derivan de la “Clara Luz”. Por un lado, reclama explicaciones “científicas” de todo; por otra, cuando habla de prolongaciones sutiles del cuerpo lo traduce como “desdoblamiento”, “salida en astral” y otras tonterias. Sin embargo, con frecuencia lo que se presenta hoy con la etiqueta hatha-yoga queda encerrada en un campo razonable y concreto, más “horizontal” que “vertical”. Es una disciplina, más o menos suave o rígida, que puede ciertamente tener una eficacia para equilibrar a un individuo pero que es incapaz de llevarlo más allá de sus límites. Se “hace yoga” – expresión que es significativa -, bien para calmar el estrés, bien para mejorar la salud, en definitiva para funcionar mejor en la vida personal y social (un poco como cuando se sigue un psicoanálisis), y muy pocas veces para buscar la Liberación o el Despertar, nociones que sólo tienen sentido si uno se siente sinceramente sometido o dormido.
Para el shivaísmo tántrico del Cachemir, un tal yoga –si se hubiera dado- habría como mucho pertenecido a la “vía inferior” o “vía del individuo” (ânavopâya, llamada también “vía del hombre”, naropâya, o “vía de la acción”, kriyopâya). Este upâya incluye de hecho todo aquello que necesita un apoyo, un soporte para la concentración o para el ritual: mantra que se recita, objeto o imagen que se fija con la mirada; o bien, olor, sabor, contacto; respiración que es observada. Con estos métodos, recomendados a menudos en el inicio de la ascesis, se está siempre en una relación de sujeto a objeto, y es su punto débil. Si la práctica no es acompañada por un discernimiento profundo se corre el riesgo de quedarse eternamente “pegado” al objeto, y más aún, de tomarle gusto. Incluso en estadios avanzados, los seguidores de esta vía tienen una visión dualista de las cosas (lo que no impide que muchos de ellos se proclamen, pretenciosa o ingenuamente, “no dualistas”). Desarrollan asiduamente su persona pero no salen jamás de ella; se fabrican una cadena de oro pero sigue siendo una cadena.
Por encima de la “vía del individuo” se sitúa la “vía de la energía” (shâktopâya), también llamada jñânopâya, “vía del conocimiento” (es decir que en el tantrismo el conocimiento es algo activo, no una simple luz sino un fuego). Esta vía implica pensamiento deliberante, determinado (vikalpa), esfuerzo, y abarca todo el yoga mental (repetición silenciosa de un mantra, concentración en la identidad entre el si mismo individual y el Sí mismo universal, firme meditación sobre el Centro). De este camino forma parte la técnica típicamente tántrica de los “intervalos”: hay que centrar la atención en el vacío intersticial que separa dos respiraciones consecutivas, o bien dos pensamientos, dos emociones, dos objetos materiales, dos movimiento, dos pasos, dos estados de consciencia (vigilia y sueño, sueño y despertar, etc.). Mediante este entrenamiento contemplativo la vacuidad, inicialmente percibida como un simple descanso entre dos actividades, una “ausencia”, será realizada como el soporte verdadero y permanente de todo dinamismo, la pantalla virgen y estable sobre la que se despliega toda la película de la vida.
Aún superior a esta vía – aunque nada impide pasar gradualmente o súbitamente de la una a la otra -, resplandece shâmbhavopâya, que podría definirse como el “yoga espiritual” (por oposición al “yoga físico” y al “yoga mental” de los dos anteriores grados). Algunos textos señalan que moviliza un pensamiento no discursivo, automático y espontáneo (nirvikalpa). Pero de hecho se trata de un estado exento de pensamiento: permanecer en la Realidad sin pensar en nada. Mientras que las otras vías se caracterizaban por la acción y por el conocimiento (objetivo), ésta se desarrolla bajo el signo de la voluntad pura (iccha), un querer absoluto, no egótico, que sale directamente de la Shakti (es Ella quien, en nosotros, Se quiere). El yogin ve todo el universo dentro de sí mismo, como el reflejo o la proyección de su propia consciencia, de su “shivaidad”: todo esto (el mundo objetivo) ha surgido de Mi, se refleja en Mi, no es distinto de Mi. En esta etapa, es casi imprescindible la presencia de un Maestro, pues el adepto puede verse arrastrado por un vértigo metafísico si en él subsiste la menor traza de ego: sólo se puede decir “Yo soy Shiva” (Shivo’ham) cuando no queda ningún “yo” que pueda decirlo. La práctica sexual kaula (kaula sâdhana), a la que nos hemos referido antes, forma también parte de esta vía aunque no es un componente obligatorio. El hombre y la mujer iniciados que se unen no son ya dos individuos sino Shiva y Shakti.
Finalmente, trascendiendo estos tres upâya, está anupâya (literalmente, “sin medios” o “muy pocos medios”, isat upâya, el negativo en sánscrito puede utilizarse “lo poco”). Este “no-método”, esta “no-vía” equivale a una total distensión en el Sí mismo, un reposo absoluto en el Ser (âtma-vishrânti) y que no se alcanza más que tras un alto grado de purificación, pero que paradójicamente lo encontramos sin esfuerzo, espontáneamente, en el taoísmo y en el ch’an (zen). Mientras que las anteriores tres vías eran progresivas e indirectas, ésta es abrupta e inmediata. Todo lo que en ella se realiza es al tiempo verdadero (satyam), bueno (shivam) y hermoso (sundaram). En palabras de Abhinavagupta (Anuttarâshtikâ 1): «Aquí no se va a ninguna parte, no se sigue ninguna técnica, ni concentración, ni meditación, ni recitación (de mantras), no se practica nada, no se hacen esfuerzos, nada. ¿Qué se puede pues hacer? Solamente esto: no abandones nada, no cojas nada, sé en ti mismo y disfruta de cada cosa tal como es». No se trata sin embargo de un quietismo místico pues, si bien no hay nada a hacer (“nada especial”, diría el zen), tampoco hay nada que impida hacer lo que se quiera, sin límite alguno. Es la vía de la beatitud libre (ânandopâya), el lugar inefable y el instante eterno en el que moksha (Liberación) y bhoga (disfrute sensorial), no sólo dejan de ser opuestos sino que ya no se distinguen en absoluto. Es por ello que los shivaitas denominan esta indescriptible felicidad Pûrnatva, “Plenitud integral”, y lo consideran superior tanto al nirvana de los budistas como al samâdhi supremo de Shankara o de Patañjali, pues sólo ella colma definitivamente la separación entre la Consciencia y el Mundo, el Ser y el Moviente, el Sujeto y el Objeto, sin renunciar a nada. Mientras que en otras doctrinas la individualidad se ve laminada, borrada, sacrificada, considerada irreal, vacía, brote de la ilusión y de la ignorancia, en el tantrismo shivaíta se ve reintegrada en lo Divino, deviniendo una expresión, una energía, una máscara y un rostro brillante de lo Divino. Esta coincidencia es tan increíble que asombra al entendimiento y provoca el encantamiento (camatkâra).
Es también a uno de los 84 siddha, el indio Naropa, al que debemos las seis prácticas de yoga que, en el Tibet, se reservan a los yogin de alto nivel, bien monjes ligados a la escuela Kagyüpa, bien togden independientes, algunos castos, algunos casados, reconocibles a menudo por sus largos cabellos trenzados con lana y recogidos en moño. Estos métodos pertenecen a la “vía de la forma”, por oposición a la “vía sin forma” (Mahâmudrâ y yoga de la “Gran Liberación”), de la que no haremos aquí comentario alguno. Por lo que hace a las seis enseñanzas de Naropa, no podemos siquiera pensar en describir sus detalles técnicos (que se dan por transmisión secreta), pero sí algunas indicaciones que permiten ver hasta que punto son coherentes con los upâya shivaítas y shâktas.

1) El gtum mo (“fuego interior”) representa a la vez una prolongación de las antiguas técnicas de calentamiento ascético (tapas védico, trances chamánicos) y una adaptación del sistema, más elaborado y sabio, del kundalinî-yoga hindú. Mientras que los shivaitas del Cachemir reconocían cinco chakras principales – y otras escuelas tántricas indias seis, siete o más -, los Tibetanos no han conservado más que cuatro centros energéticos que, según Naropa, “tienen forma de parasol o son como la rueda de un carro” (la imagen hindú del lotus no es frecuente; tampoco sedujo a los tibetanos el símbolo de la Serpiente para designar el fuego de base). Estas cuatro “ruedas” (ombligo, corazón, garganta, cabeza) son puestas en relación con los cuatro cuerpos de Buddha: mirmânakâya (cuerpo artificial o aparente), dharmakâya (cuerpo de la Ley), sambhogakâya (cuerpo de disfrute, cuerpo “glorioso” de las visiones suprasensibles), y sahajakâya (cuerpo innato, llamado también mahâsukha-kâya, “cuerpo de voluptuosidad suprema”). La visualización de los tres principales nâdî (tib.rtsa) y la activación “coloreada” de los flujos energéticos alcanzan una extrema intensidad, siendo la corriente de izquierda, “lunar” de los hindues (idâ, candra), asimilada por los vajrayanistas a prajñâ, la Sapiencia (llamada en “lenguaje crepuscular” sanskrit lalanâ, “mujer disoluta”, y en tibetano brkyam ma), y siendo la corriente de derecha, “solar” (pingalâ, sûrya), a upâya, el Método (sk.rasanâ), “lengua”, tib.ro ma); por lo que hace al canal medio del cuerpo sutil (la sushumnâ hinduista), se lo homologa al Vacío (shûnya) que trasciende prajñâ y upâya (se le llama también avadhûtî, “asceta femenina” – tib.kun dar ma ou dbus ma  – o Nairatmyâ, “Impersonalidad”, divina compañera de Hevajra). Existe pues un indiscutible parecido entre los dos esquemas pero no son superponibles, especialmente en el nivel cosmológico.

2) El yoga del cuerpo ilusorio (gyu lü) tiene como finalidad hacer reconocer al adepto la naturaleza irreal de su propio cuerpo y de todos los objetos del universo. Para ello se recomienda particularmente la contemplación del espejo. Hemos visto que para los shivaitas del Cachemir todas las cosas existen en el espejo de la Consciencia divina; el reflejado (Shiva) y el reflejo son una misma cosa; el espejo, que simboliza la absoluta libertad de la Voluntad divina (svâtantrya), no es de hecho nada más que la propia Consciencia divina. Como, por su parte, los budistas no creen en la “realidad” del mundo, el espejo es utilizado por ellos para demostrar el carácter ilusorio. En primer lugar, el yogin contempla su propia imagen en un espejo interrogándose sobre la “realidad” no sólo del reflejo sino también del objeto reflejado. Luego, se esfuerza en ver la imagen como si estuviera entre él mismo y el espejo, y de esta manera la diferencia entre el espectador y la imagen es abolida en un acto de sensación pura. El adepto sigue un largo tiempo y desde distintos puntos de vista, fijándola, hasta que deja de juzgarla fuente de admiración o de censura, de placer o de sufrimiento, de buena o mala fama. Comprende que no es en nada distinto de la forma reflejada, que ésta y él mismo son ambas igualmente parecidas a un espejismo, a nubes errantes, al reflejo de la luna en el agua, a los fantasmas del sueño, etc. Para seguir el ejercicio, utiliza la imagen de Vajrasattva (uno de los cinco Jinas o aspecto de la Sabiduría de Buddha) o la de otra divinidad de su elección (sk.ishtadevatâ, tib.yi dam), reflejada en el espejo. Medita sobre ella hasta que cobra vida; entonces obliga a este reflejo vivificado, devenido tan sustancial que podría tocarlo, a situarse entre él y el espejo. Realiza entonces la fusión de su propio cuerpo con el de la deidad, lo que tiene como resultado el hacer reconocer  que todos los fenómenos sin excepción son los juegos o las emanaciones del yi dam, es decir, en última instancia, de la vacuidad. Dirigiendo su mirada hacia el cielo, el yogin hace penetrar su energía vital en el “canal medio” y aprehende intuitivamente que incluso los signos que le anuncian la unificación y la expansión de esta energía (cuerpos celestes brillantes, aparición del Buddha), que todas maravillosas epifanías son también semejantes a un espejismo, a nubes errantes, etc. Finalmente, renunciando a discriminar entre el movimiento (samsâra) y lo inmutable (nirvana), reconociendo su unidad no conceptual, alcanza el estado supremo.

3) El yoga del sueño (mi lam). Mediante esta técnica se aprende a entrar a voluntad en el estado de sueño y a volver del sueño a la vigilia sin dejar nunca de ser consciente. Es, por un lado, una manera de verificar que esos dos estados están idénticamente desprovistos de realidad objetiva. Es también el arte de aprender a “morir” cada noche y de renacer sin pérdida de memoria (lo que constituye un entreno para la travesía del Bardo). Mediante una práctica asidua, el yogin se hace capaz de intervenir en su sueño: puede transformarse en mineral, en vegetal, en animal, en mendigo, en rey; puede enfrentar adversarios, pisar llamas que amenazan consumirlo, andar sobre el agua que quiere ahogarlo; puede visitar paraísos o infiernos, moverse libremente en el espacio, transformar como quiera la materia onírica,  empequeñecer lo que es grande, engrandecer lo que es pequeño, multiplicando lo que es único, etc. Se preguntará: ¿qué interés tiene todo esto? Es un medio directo y eficaz para darse cuenta de que toda forma no es más que manifestación mental, “idea” en movimiento. Puede ser también una ocasión para quemar ciertos residuos kármicos, de acelerar, de neutralizar o de desbaratar ciertas fuerzas del destino. No obstante la desviación mágica puede suceder: si el soñador no tiene purificado el corazón, puede tener la tentación de servirse de esta maravillosa lucidez y de esta ilimitada libertad para saciar sus deseos secretos. Por ello este yoga no debe mostrarse más que a discípulos preparados. Lo encontramos no sólo en la enseñanza tántrica del Tibet sino también en ciertos tantras shivaitas como el Vijñâna-Bhairava: «Si se medita sobre la energía (del aliento) grosera y muy débil en el dominio del dvâdashânta (la cima del cerebro) y que (en el momento de dormirse) se penetra en su (propio) corazón, meditando (así) se obtendrá el dominio de los sueños». (Trad. Lilian Silburn).

4) El yoga de la “Clara Luz” (o sal). Se dice que, poco después de la muerte física, cada uno es confrontado a la “Clara Luz” del Vacío. Únicamente el adepto que la haya intuido o haya tenido una “previsión” muy fuerte durante su existencia, puede identificarla y, mediante este reconocimiento inmediato, obtener la Liberación, mientras que los seres no tan maduros, al no poder soportar su brillo, huyen de ella y deben entonces inevitablemente volver al mundo de las formas divinas o demoníacas, sutiles o groseras, humanas o subhumanas. Es pues del mayor interés aprender a contemplar esta “Clara Luz” en esta vida actual. Uno de los principales medios es la toma de consciencia de los “intervalos” (reencontramos aquí muy directamente el yoga del Cachemir). Entre el cese de un pensamiento y la aparición del siguiente brilla la “Clara Luz Madre”. Cuando se termina con la reflexión, el análisis, la meditación, la imaginación pasiva, todas estas “enfermedades del espíritu”, entonces este último retorna a su estado natural de vacuidad y brota la “Clara Luz Hija”. La fusión de las dos Luces puede también producirse en el momento que separa el estado de vela del estado de sueño, a condición naturalmente que el adormecimiento sea totalmente lúcido. En el sueño profundo la “Madre” puede manifestarse. Entre el sueño y el despertar, si la consciencia está activa, “Madre” e “Hija” se fusionarán (“Clara Luz Resultante”). La iluminación no está pues ligada solo al estado de vigilia (de hecho, si lo estuviera, dependería de alguna cosa y no sería ya libre y absoluta).

5) El yoga del Bardo (Bar do: “entre los dos”). Es un tema que está “de moda” sobre el que no nos extenderemos; el Bardo Thödol se ha convertido en un best seller de la edición occidental. Podríamos preguntarnos porque no existe en la India un equivalente al “Libro de los muertos” tibetano. No es que, a nivel popular, la creencia en la “reencarnación” sea menos intensa, menos obsesiva en el medio hinduista que en el budista. Es más bien, creemos, que siendo la “compasión” menos valorada y siendo, desde la óptica vedántica, el ideal bodhisátvico de salvar a todos los seres una “ilusión” más, los gurús y brahmanes no tienen la misma preocupación que los lamas tibetanos por guiar las almas en los estados póstumos. No obstante no es que esta ciencia sea desconocida. Pero sí que está menos codificada, salida más de la tradición oral y que hay que buscarla en sectas muy específicas y muy temidas, como los Kâpâlikas (si quedan) y los Aghoris.

6) El yoga de la transferencia de consciencia (pho wa ou ap’o ba) puede definirse como la capacidad de transferir voluntariamente su consciencia individual, en cualquier lugar, en cualquier momento, al cuerpo de otro ser, humano o no humano. El mismo poder permite a los maestros guiar, en los estados post mortem a que nos referíamos antes, el alma de los no iniciados para ayudarles a conseguir un renacimiento favorable. En su propia muerte, estos yogins transfieren su consciencia, por una obertura que corresponde a la fontanela (“obertura del Brahman”, en los hindúes) en el estado supremo (mejor dicho el “no-estado”) en el que se está liberado del samsâra. Estos ejemplos demuestran que un “poder” no es nada en sí mismo, todo depende de su orientación. Así, en la India se sabe de un rito espantoso en el que el yogin, sentado sobre un cadáver (shavâsana) le insufla su fuerza vital para reanimarlo momentáneamente e interrogarle con una finalidad de adivinación o de magia negra (raramente con una finalidad auténticamente espiritual); es, sin embargo, una aplicación del mismo poder que acabamos de mencionar, pero en un sentido “siniestro” de difícil justificación.

No hemos querido con este artículo más que recordar algunos aspectos del sâdhana tántrico, sin querer ser exhaustivo ni excesivamente técnico. Quedaría, entre otras cosas, examinar el inmenso campo de pasiones y  deseos que el tantrismo tiene como objetivo transmutar, así como las innumerables y muy banales situaciones de la vida cotidiana que toma como soportes de realización. Esto tendría evidentemente la ventaja de poner al tantrismo un poco “los pies en la tierra”, tras los enfoques que para el lector hayan parecido demasiado fantásticos o folclóricos. Pero presentar la tradición en su carácter abrupto puede tener un valor de prueba, y no podemos dejar de repetir que esta vía no está destinada ni a puros intelectuales (pese a que se apoya en la más alta metafísica), ni a espíritus demasiado tímidos o sentimentales (pese a que habla al corazón y no excluye el fervor).
Diremos finalmente que esta comparación, necesariamente esquemática, que hemos intentado establecer entre tantrismo hindú (especialmente, shivaita) y tantrismo budista, no pretendía en absoluto sugerir o demostrar una “superioridad” intrínseca de uno sobre el otro. Lo que nos parece indiscutible es que quienquiera que desee estudiar seriamente el tantrismo le interesa referirse a sus formas hindúes, según nosotros más antiguas y más completas, lo que no significa forzosamente más eficaces o más profundas. Por lo que hace a la realización tántrica, se trata de una cuestión de encuentro, de iniciación (a menudo lejos de los estereotipos asociados a esta palabra), de misteriosa afinidad entre un verdadero discípulo y un verdadero Maestro (tan raros el uno como el otro), entre una forma tradicional y un temperamento. Aunque esta adecuación se haya hecho más difícil que nunca, creemos que no es todavía imposible y que la “vía de los héroes” no está para nada cerrada.





* Artículo publicado en la revista “Connaissance des religions”

(Traducción del francés a cargo de Arturo Pousa)